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Relatos y Leyendas de Nayarit. El cubículo 23

Autor: Hugo César Delgado Ayala
Docente universitario en la UAN y escritor

El Cubículo 23

Cuando inicié mis labores administrativas en una de las tantas universidades de este país, la administradora del edificio me dio la llave con el número de mi cubículo correspondiente, el número 23 del tercer piso. Al llegar, vi que 28 cubículos se extendían a lo largo de cada lado. Al dirigirme al mío escuché cuchicheos de algunos compañeros que me veían extrañados, sobre todo cuando abrí aquel cubo de escasos 2 x 2 m rodeado de vidrio.

Aún había algunos documentos sobre el escritorio a un solo nombre: Francisco Beltrán. Con respeto hacia alguien desconocido junté todos los documentos a su nombre y los metí en un cajón del escritorio, seguramente pasarían a recogerlos.

Las horas pasaron rápido el primer día; los compañeros comenzaron a retirarse poco a poco, pero lo raro es que todos volteaban a verme con curiosidad a través del vidrio, hasta que un compañero entreabrió mi puerta y me dijo:

-Yo que tú me iría antes del anochecer, si te das cuenta ya no hay nadie en el piso, seguramente ni siquiera sabes la historia de tu nueva oficina.

Totalmente extrañado con su comentario agradecí su intromisión a mi espacio de trabajo. Él se alejó rápidamente. Justo en ese momento el sol agonizaba.

Antes de apagar mi computadora decidí ir al baño primero, el cual se encontraba a la salida, junto a las escaleras.

Al regresar, vi claramente cómo abandonaba mi cubículo un hombre y se perdía al dar vuelta al pasillo. Le grité para saber qué se le ofrecía en mi lugar de trabajo, pero no contestó.

Cuando entré al cubículo me di cuenta que los documentos que antes metí al cajón estaban de nuevo sobre el escritorio, así que tomé mi laptop sin apagarla y me salí del edificio.

Al día siguiente abordé a mi compañero y le pregunté qué era lo que pasaba en aquel lugar, por lo que me dijo que me sentara y comenzó a platicarme la historia de mi cubículo:

-Hasta hace unos meses, trabajaba aquí un maestro de nombre Francisco Beltrán, muy apegado a su trabajo, pero demasiado serio con los demás. Él era el primero en llegar y el último en irse, por eso cuando se sintió mal una noche después del horario de trabajo nadie se dio cuenta, y al llegar por la mañana todos lo vimos en su lugar, pero las sombras en los cristales sólo dejan ver los pies, no el resto del cuerpo.

Trabajamos durante un par de horas con un difunto. Nadie se habría dado cuenta si no hubiera entrado doña Lupita a recoger la basura, sus gritos de terror al verlo muerto se escucharon hasta el primer piso. Pero lo peor vino después, desde hace un par de meses, los compañeros que se quedaban dicen que lo veían salir de su oficina y recorrer los demás cubículos; doña Lupita ya no entra, porque dice que a pesar de que ella recogía sus documentos, estos aparecían de nuevo regados sobre el escritorio. Pero ¿Sabes cuál es la ironía? Acababa de recibir los documentos del nuevo seguro de vida que nos otorga el sindicato-

Con un nudo en la garganta me dirigí a mi espacio, tenía algo de miedo pero más curiosidad, creo que el maestro Beltrán seguía vagando por una preocupación, más que por asustar a sus compañeros. De inmediato revisé los sobres a su nombre, algunos tenían el logo del banco emisor de nuestra nómina, y otros estaban en blanco.

Los tomé y bajé al primer piso, busqué a la administradora y pedí el domicilio del maestro. Al llegar a su casa y entregarle los documentos a su esposa, ella me agradeció con una taza de café; obviamente omití la parte macabra de la aparición de su esposo.

Más tranquilo me dirigí a mi oficina. Un par de días después, la esposa del maestro llegó a mi cubículo para avisarme que entre aquellos documentos iba la póliza del nuevo seguro de vida de su marido, asegurándoles a ella y a sus hijos un mejor porvenir.

Una noche, antes de retirarme entré primero al baño; cuando regresé para recoger mi equipo, vi con tremenda sorpresa que en la pantalla de mi computadora, en un documento de Word estaba escrita la palabra “Gracias”. Entonces supe que había hecho lo correcto. El maestro Francisco Beltrán encontró seguramente el camino hacia su descanso eterno, sabiendo que su familia no quedaría desamparada.

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